No hay cosa más linda que una rubia teñida (2)

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El otro día, él me dijo, aunque no recuerdo exactamente, algo con respecto a la altura del año en la que estamos, siendo, ella, particular, distinta, de alguna manera la única altura del año de los últimos años. Algo así, dijo él, como si nunca, a esta altura del año, hubiera sentido un año tan lleno, con tanto tiempo adentro y tantas cosas adentro.

Claro que, debido a mi natural y sino naturalizada afición por el infantil, gastado y bochornoso silencio, mi respuesta fue corta, obvia. NADA. Sin embargo, entendiendo que, tanto él, como cualquier ella, como cualquier todo y como cualquier cosa, no son más que las coordenadas trazadas por nada más que mi mente, traté de revertir la situación y contestarle en serio a él y al planteo que me hizo, a partir de preguntárselo a Sofía.

Mi Sofía. (En tanto lo mío es la lejanía absoluta entre lo que mis ojos deciden que ven y creen -sólo pueden creer y nunca saber- y ese ser que sólo sé que es porque lo decido; pero, si lo creo, si tengo fe en que ese otro, Sofía en este caso, es, también tengo que morir constantemente al entender que a lo que creo, en lo que tengo fe que es al margen de mi mente, nunca lo voy a poder alcanzar. Porque no soy yo).

Sofía, cómoda, inalterada, sin sonrisas ni infelicidad en los labios, me contestó que sí. Yo, dijo Sofía, estoy, aunque no lo había pensado, en la misma. Pero lo había sentido. Y eso, claro, está tantas veces más cerca del saber que el pensar.

El año, como una ballena que presenta signos, ni siquiera síntomas, de algo que parece una enfermedad, pero que no se sabe si es benévola, maligna o -lo más probable- indistinta a esas palabras vacías y aburridas, está llena de costras, granos gigantes, colores nuevos y alterados en nuevas y alteradas formas, lugares, de su irregular y nuevo cuerpo. Está, el año -la ballena- tan cargado de curaciones, autoflagelaciones, heridas, placeres y amores que parece, podría, llegar a explotar y nadie se daría cuenta de que falta un mes. Este año, me decía, aprendí la única lección que voy a aprender en mi vida: nunca voy a aprender. Y no lo digo porque haya cometido algún error que ya había vivido antes. No. Para nada. A lo que me refiero diciendo que nunca voy a aprender es que nunca, aunque pasen miles de años, voy a saber algo. Saberme a mí. Como si no pudiese controlar el tan furioso cuerpo de emociones que recorre mi sangre empetrolada, me vi siendo, mucho más que haciendo. ¿Hice más que otros años? ¿Menos? Qué importa. Aprendí a no aprender, ni siquiera quién o qué soy. Aprendí cuando me vi siendo, cuando me sentí siendo, por un segundo de abstracción o conexión total, pura y absoluta con mi ser, otra. Otra, dijo Sofía, que, siendo sincera, sabía que podía ser. Y cuando fui, cuando esa posibilidad se hizo hecho, aprendí que no me puedo aprender, que ser es distinto y tanto mejor que saber la posibilidad de ser. Y por ese ser no hablo de "cosas copadas" o "terribles sufrimientos" exluyendo unas u otras. Excluyendo la soledad o la compañía total. No. Por ser me refiero a verme, en este año, en distintos y un mismo momento, siendo algo más.

Creí, como nunca antes, dijo Sofía, en mí. Me odié hasta el punto de ser yo odiándome en toda la plenitud de mi ser. Me amé; me amé hasta sentir y saber que mis dudas, mis sospechas, mi paranoia era tan mía, tan real, estaba tan ahí que nadie me la iba a sacar, al margen de su verdad, de lo que sean los otros, de su mentira. Me olvidé, fui una olvidada y empecé a ser alguien que olvida. No me olvidé. Caí, como siempre o nunca, no sé, en que, no la persona, sino la sensación de amor, de ser en torno al otro no se puede olvidar, siendo una, tres o todos los chicos, modelos, amigos, pajeros, padres y no amigos que se cruzaron por mi vereda, mis noches, mi trabajo y mi computadora. Volví a amar. Fui alguien amando, en este año, como nunca fui en mi vida. Fui alguien lleno de odio, hasta acalambrarme la mandíbula, hacia el odio mismo de los demás. Me cansé. Fui y soy y de alguna manera seré alguien que se cansó de la violencia gratuita de los demás. Y me encargué de ser, a veces sin querer, otras queriendo, alguien llena de violencia gratuita. Pero yo, dijo Sofía, no voy a ser una imbécil más, repleta de esa violencia gratuita de manera infantil -más que yo-, pesada, asexuada y, sobre todo, aburrida. No. Mi violencia gratuita prácticamente no se ve. Mi violencia gratuita no me importa que se vea. Mi violencia gratuita no la muestro. La soy. Y esa violencia, gratuita a veces, con razones otras -para los demás; para mí siempre hay razones para ser violenta-, si la tuviese que describir, diría que se parece a la violencia inmensa de un acorde luminoso, sin raspones obvios, sin notas oscuras, de una guitarra con un poco, no mucha, casi nada de distorsión. Mi violencia gratuita, que corre en mi carne podrida cuando los miro, cuando sé que los voy a mirar y cuando sé que no estoy sola, se parece al helado de verano que se chorrea, se balancea y antes de caer, frío y para morir, en la baldosa sucia, se acomoda en los movimientos de serpiente que, innatos en su violencia, guían la mano del chico y no el chico a la mano. Y no caigo. Mi violencia gratuita se parece al silencio y a la lentitud emocionante que tiene un lavarropas cuando moja, enjabona, levanta y vuelve a soltarle la mano a la remera que, contenta, drogada de polvo y aromas tropicales, se deja violar por la máquina.

Mi violencia gratuita, dijo Sofía, es tener una seda flotando sobre mi cara, todo el día, todos los días, que me impide saber quiénes son los demás, cómo se mueve la realidad y, fundamentalmente, que no me deja ser reflejada en el espejo y ver -nunca voy a aprender- quién soy yo.

2 olores:

relámpagos dijo...

aca estoy
no me fui
http://lacajadepesadillas.blogspot.com/

fran dijo...

bomba este texto